lunes, 19 de mayo de 2014

Alibech se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a meter al diablo en el infierno, después, llevada de allí, se convierte en la mujer de Neerbale.



Por su obra el Decamerón, Giovanni Boccaccio está considerado como el primer narrador moderno. Escrita entre 1349 y 1351, es una colección de cien cuentos de variada procedencia donde el autor muestra su inigualable destreza de narrador y su magnífica descripción de las costumbres de aquel tiempo. Los cuentos son relatados por un grupo de diez jóvenes que se retiran a las afueras de Florencia para protegerse del contagio de la peste que asolaba la ciudad.




El Decameron con todo su esplendor, es uno de los libros de lectura obligatoria incluso cuando se está cursando el instituto. El libro se divide en jornadas, en las cuales están contenidas una serie de cuentos, pero cabe decir que no cualquier cuento. Hace un par de días, y viendo la serie >> Da Vinci's Demons << en donde uno de los capítulos, cuenta como es dramatizada este libro frente a los reyes de España que se encontraban en esa ocasión en Florencia ciudad natal de Leonardo da Vinci. En esta ocasión  y sin más dilatación he de compartir con ustedes uno de los cuentos contenidos en la Tercera Jornada.



NOVELA DÉCIMA
Alibech se hace ermitaña, y el monje Rústico la enseña a meter al
diablo en el infierno, después, llevada de allí, se convierte en la mujer
de Neerbale.

Dioneo, que diligentemente la historia de la reina escuchado había, viendo
que estaba terminada y que sólo a él le faltaba novelar, sin esperar órde-
nes, sonriendo, comenzó a decir: Graciosas señoras, tal vez nunca hayáis
oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y por ello, sin apartarme
casi del argumento sobre el que vosotras todo el día habéis discurrido, os
lo puedo decir: tal vez también podáis salvar a vuestras almas luego de
haberlo aprendido, y podréis también conocer que por mucho que Amor
en los alegres palacios y las blandas cámaras más a su grado que en las
pobres cabañas habite, no por ello alguna vez deja de hacer sentir sus fuer-
zas entre los tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo que comprender se
puede que a su potencia están sujetas todas las cosas. Viniendo, pues, al
asunto, digo que en la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un
hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa
cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos
cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio
de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impe-
dimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios
aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las
soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que
simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo
sino por un impulso pueril, sin nada decir a nadie, a la mañana siguiente
hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran
trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas
soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un
santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí,
le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspi-
rada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién la
enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy
hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su
buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas
silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:
–Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas bus-
cando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas
palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy
devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo
que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una
fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante,
sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de
palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho
esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste,
el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos
volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pen-
samientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la
juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en
qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se aper-
cibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba
de ella. Y probando primero con ciertas preguntas, que no había nunca
conocido a hombre averiguó y que tan simple era como parecía, por lo
que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su volun-
tad. Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de
Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que
más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde
Nuestro Señor le había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía
aquello; Rústico le dijo: –Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me
veas hacer. Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se
quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha; y se puso
de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella.
Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo
al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Ali-
bech, y maravillándose, dijo: –Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así
se te sale hacia afuera y yo no la tengo? –Oh, hija mía –dijo Rústico–, es el
diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto
que apenas puedo soportarle.
Entonces dijo la joven:
–Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo
ese diablo. Dijo Rústico:
–Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de
esto. Dijo Alibech:
–¿El qué?
Rústico le dijo:
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El Decamerón
–Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para
la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si
tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me
darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para
ello has venido a estos lugares, como dices.
La joven, de buena fe, repuso:
–Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis. Dijo
entonces Rústico:
–Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tran-
quilo. Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó
cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios.
La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la pri-
mera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:
–Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente
enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando
se mete dentro. Dijo Rústico:
–Hija, no sucederá siempre así.
Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen
de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan
bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo.
Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y dispo-
niéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego
comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico: –Bien veo que la verdad
decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan
dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto
deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por
ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios
se ocupa es un animal.
Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:
–Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa;
vamos a meter el diablo en el infierno.
Haciendo lo cual, decía alguna vez:
–Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera
allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría
nunca.



Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al ser-
vicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasio-
nes sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la
joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más
que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza:
–Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega
a Dios quedarse en paz. Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, des-
pués de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno,
le dijo un día:
–Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno
no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a
calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a
quitarle la soberbia a tu diablo.


Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los
envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno,
pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan
raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león; de lo que
la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba.
Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había,
por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que
hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Ali-
bech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa, Alibech, de
todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale,
habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta
estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se
apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto
sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la
volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio
fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en
el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que
le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido
un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres preguntaron:
–¿Cómo se mete al diablo en el infierno?
La joven, entre palabras y gestos, se lo mostró; de lo que tanto se rieron
que todavía se ríen, y dijeron: –No estés triste, hija, no, que eso también
se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en
eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho
de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al
diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se
oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios,
aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata
a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y
seguirse.
Mil veces o más había movido a risa la historia de Dioneo a las honestas
damas, tales y de tal manera les parecían sus palabras; por lo que, llegado
él a la conclusión de ésta, conociendo la reina que el término de su señorío
había llegado, quitándose el laurel de la cabeza, muy placenteramente lo
puso sobre la cabeza de Filostrato, y dijo:
–Pronto veremos si el lobo sabe mejor guiar a las ovejas que las ovejas han
guiado a los lobos. Filostrato, al oír esto, dijo riéndose:
–Si me hubieran hecho caso, los lobos habrían enseñado a las ovejas a
meter al diablo en el infierno no peor de lo que hizo Rústico con Alibech;
y por ello no nos llaméis lobos porque no habéis sido ovejas, pero según
me ha sido concedido, gobernaré el reino que se me ha encomendado. A
quien Neifile contestó:
–Oye, Filostrato; habríais, queriéndonos enseñar, podido aprender sensa-
tez como aprendió Masetto de las monjas y recuperar el habla en tal punto
que los huesos sin dueño habrían aprendido a silbar. Filostrato, conociendo
que había allí no menos hoces que dardos tenía él, dejando el bromear, a
dedicarse al gobierno del reino encomendado empezó; y haciendo llamar
al senescal, en qué punto estaban todas las cosas quiso oír, y además de
esto, según lo que pensó que estaría bien y que debía satisfacer a la com-
pañía, por cuanto su señorío durase, discretamente dispuso, y después,
dirigiéndose a las señoras, dijo: –Amorosas señoras, por mi desventura,
pues que mucho dolor he conocido, siempre por la hermosura de alguna
de vosotras he estado sujeto a Amor, y ni el ser humilde ni el ser obediente
ni el secundarlo como mejor he podido conocer en todas sus costumbres,
me ha valido sino primero ser abandonado por otro y luego andar de mal
en peor, y así creo que andaré de aquí a la muerte, y por ello no de otra
materia me place que se hable mañana sino de lo que a mis casos es más
conforme, esto es, de aquellos cuyos amores tuvieron infeliz final, porque
yo con el tiempo lo espero infelicísimo, y no por otra cosa el nombre con
que me llamáis, por quienes bien sabían lo que decían, me fue impuesto. Y
dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de la cena dio a todos licencia.
Era tan hermoso el jardín y tan deleitable que no hubo ninguna que eli-
giera salir de él para mayor placer hallar en otra parte; así, no causando el
sol, ya tibio, ninguna molestia para seguirlos, a los cabritillos y los conejos
y los otros animales que estaban en él y que, mientras estaban sentados
unas cien veces, saltando por medio de ellos, habían venido a molestarlos,
se pusieron algunos a seguir. Dioneo y Fiameta comenzaron a cantar sobre
micer Guglielmo y la Dama del Vergel, Filomena y Pánfilo se pusieron a
jugar al ajedrez, y así, quién haciendo esto, quién haciendo aquello, pasán-
dose el tiempo, apenas esperada, la hora de la cena llegó; por lo que, pues-
tas las mesas en torno a la bella fuente, allí con grandísimo deleite cenaron
por la noche. Filostrato, por no salir del camino seguido por quienes reinas
antes que él habían sido, cuando se levantaron las mesas, mandó que Lau-
reta guiase una danza y cantase una canción; la cual dijo:
–Señor mío, canciones de los demás no sé, ni de las mías tengo en la cabeza
ninguna que sea lo bastante conveniente a tan alegre compañía; si queréis
de las que sé, las cantaré de buena gana. El rey le dijo:
–Nada de lo tuyo podría ser sino bello y placentero, y por ello, lo que sepas,
cántalo. Laureta, con voz asaz suave, pero con manera un tanto lastímera,
respondiéndole las demás, comenzó así.
Nadie tan desolada
como yo ha de quejarse,
que triste, en vano, gimo enamorada.
Aquel que mueve el cielo y toda estrella
me formó a su placer
linda, gallarda, y tan graciosa y bella,
para aquí abajo al intelecto ser
una señal de aquella
belleza que jamás deja de ver,
mas el mortal poder,
conociéndome mal,
no me valora, soy menospreciada.
Ya hubo quien me quiso y, muy de grado,
siendo joven me abrió
sus brazos y su pecho y su cuidado,
y en la luz de mis ojos se inflamó,
y el tiempo (que afanado
se escapa) a cortejarme dedicó,
y siendo cortés yo
digna de él supe hacerme,
pero ahora estoy de aquel amor privada.
A mí llegó después, presuntuoso,
un mozalbete fiero
reputándose noble y valeroso,
su prisionera soy, y el traicionero
hoy se ha vuelto celoso;
por lo que, triste, casi desespero,
puesto que verdadero
es que, viniendo al mundo
por bien de muchos, de uno soy guardada.
Maldigo mi ventura
que, por cambiarme en esta
veste respondí sí de aquella oscura
en que alegre me vi, mientras con ésta
llevo una vida dura,
mucho menor que la pasada honesta.
¡Oh dolorosa fiesta,
antes muerta me viese
que haber sido en tal caso desgraciada!
Oh caro amante, con quien fui primero
más que nadie dichosa,
que ahora en el cielo ves al verdadero
creador, mírame con tu piadosa
bondad, ya que por otro
no te puedo olvidar, haz la amorosa
llama arder por mí, ansiosa,
y ruega que yo vuelva a esa morada.
Aquí puso fin Laureta a su canción, que, oída por todos, diversamente
por cada uno fue entendida; y los hubo que entendieron a la milanesa
que mejor era un buen puerco que una bella moza ; otros fueron de más
sublime y mejor y más verdadero intelecto, sobre el que al presente no
es propio recitar. El rey, después de ésta, sobre la hierba y entre las flores
habiendo hecho encender muchas velas dobles, hizo cantar otras hasta
que todas las estrellas que subían comenzaron a caer; por lo que, parecién-
dole tiempo de dormir, mandó que con las buenas noches cada uno a su
alcoba se fuese.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias a ti por comentar! :)
      Boccaccio tiene esa picardia en sus cuentos, que me causa mucha gracia~

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